Isabelle Sandoval
Educadora Jubilada
Santa Fe, NM
Traducido por Jesús Cuauhtémoc Villa
Una noche en 1968, después de lavar los platos de una cena de frijoles y chile colorado, empecé a trabajar en mi tarea de inglés en la mesa del comedor. Abrí el libro Historia de Dos Ciudades para leerlo para mi clase de inglés. Le pregunté a mi padre si había leído el libro. Respondió “no” y encendió la televisión para güachear las noticias de la tarde mientras balanceaba un cuenco de piñón asado en el brazo de su sillón reclinable.
Al pasar las páginas del gastado libro de bolsillo, leí el primer capítulo mientras anotaba los puntos clave para la discusión en clase. Escuela secundaria era mediocre. La mayoría de mis compañeros de clase habían sido enviados a clases básicas inferiores. A mí me habían colocado en clases regulares con estudiantes cuyos padres eran médicos, profesores, maestros y trabajadores de servicios. Estos estudiantes vivían en casas nuevas al otro lado del ferrocarril. Mi conexión social con mis compañeros del barrio era la reunión mensual del Club de Español, en la que me reunía con los amigos de la escuela primaria Lincoln del lado oeste.
Con el rabillo del ojo, observé a mi padre ojear la revista mensual de los Veteranos de Guerras Extranjeras (VFW) mientras crecía un cerro de cáscaras de piñón vacías en la desgastada portada de El Corrido de Daniel Fernández. Como miembro devoto de la VFW, papá asistía fielmente a las reuniones con su gorra de la VFW. Cuando moría un veterano, asistía al funeral vestido con el uniforme completo. Vendía la emblemática amapola roja de papel maché de los veteranos con el fin de recaudar dinero para los veteranos necesitados y discapacitados en el Día de los Caídos.
La amapola roja del recuerdo de mi padre y el escudo de la familia
Cuidaba a mis hermanitos hasta que mi padre llegaba a casa del trabajo mientras mi madre trabajaba en un turno de mediodía a tarde; ella dejaba cenas caseras como alberjones, fideos y posole listas para que yo las calentara. La verdad es que, como adolescente más obsesionado con la escuela y mis amigos, me avergonzaba que mi padre pareciera atrapado en un capullo de la Segunda Guerra Mundial que duraba varias décadas. Intuía que no entendía mi dificultad para asistir la escuela secundaria. Mi hora de los deberes empezaba después de vigilar a mis hermanos y lavar los platos. Mientras leía las palabras del libro, me preguntaba cómo esta historia podría cambiar mi vida.
Décadas más tarde, después de ser humillada por la escuela de posgrado, un divorcio, la maternidad soltera y la muerte de mi madre, me conecté con mi padre en 1982. Para entonces se había trasladado a Nuevo México. Había aprendido que los acontecimientos de la vida real serpentean a través de los picos y valles de las experiencias individuales y son canalizados por las transiciones sociales.
Mientras pasaba un buen rato escuchando a mi 'apá, me contó que se había mudado a Wyoming después de la Segunda Guerra Mundial porque no había trabajo en Nuevo México cuando lo licenciaron del ejército. Con poco dinero y un coche usado, se trasladó a Denver durante un mes, donde le dijeron que los caseros no alquilaban a mexicanos. Sin trabajo ni techo, condujo el coche hacia el norte, hasta el nevado Wyoming, porque había oído hablar a sus parientes de trabajos en Laramie. Cuando llegó, se enteró rápidamente de que en 1946 los mexicanos de Laramie no se sentaban por un corte de pelo en la barbería del pueblo. Sería una de las primeras de las muchas duras lecciones que aprendería en Wyoming.
Escuchando a los cuentos de mi padre, me sorprendió su franqueza al relatar las indignidades que había encontrado. Entre las historias de Denver y Laramie, no pude evitar pensar en la Historia de Dos Ciudades que se manifiesta en su viaje por el Sendero Manito. Me asombraba que, a pesar de este trato, mi padre hubiera mostrado un servicio comunitario tan desinteresado. Yo había trabajado y estudiado con académicos y líderes dinámicos, pero no estaba preparado para comprender el grado de noble servicio individual que mi 'apá, casi invisible, prestó a su familia, a su país y a su comunidad sin esperar ninguna ganancia económica ni honor comunitario.
En 1941, durante la Gran Depresión, papá se enscribió en el Cuerpo Civil de Conservación (CCC), la progama pública de trabajo iniciado por presidente Franklin D. Roosevelt. Gracias al CCC, mi padre pudo brevemente ir pa'trás a La Querencia: papá trabajó en un sitio en Santa Fe por un año, ganando $30 al mes. Enviaba a casa casi todo lo que ganaba - $25 dólares al mes - para ayudar a cuidar a sus padres discapacitados y a sus hermanitos.
De allí, papá sirvió en el Ejército Estadounidense entre 1943 y 1945 para defender a su país. Asignó la mitad de su paga del Ejército para su madre viuda y la otra mitad para su nueva novia. Sirvió en el Pacífico como sargento que supervisa a 26 hombres. Después de que se le administrara una prueba de coeficiente intelectual como un hablante de inglés como un segundo idioma, obtuvo una puntuación superior y se le pidió que participara en la Escuela de Oficiales. En sus cartas a la familia, expresaba cómo echaba de menos su chile y escuchar su canción favorita, La Adelita. Decidió servir como soldado y volver a casa, a la tierra encantada de Las Vegas, Nuevo México, sin viajar más allá de Albuquerque o Colorado para visitar a su familia.
Papá era un hombre de muchos sombreros
Tras dejar el ejército en 1946 y trasladarse a Wyoming en busca de un trabajo para su familia, mi padre se presentó al examen de funcionario de la Oficina de Correos de Estados Unidos. Con una puntuación de 99 en el examen, más los puntos de bonificación por el servicio de veteranos, superó los requisitos numéricos de entrada al trabajo. Mientras trabajaba en el Servicio de Correos, papá también formó parte del Consejo Escolar de Laramie entre 1969 y 1970. Tenía un gran interés en la educación de alta calidad, especialmente cuando se trataba de la equidad de la accesibilidad de los edificios y los servicios de instrucción. Antes de ser miembro del Consejo Escolar, un miembro de su familia fue diagnosticado incorrectamente como estudiante con necesidades especiales que necesitaba ser colocado en una escuela de educación especial para estudiantes de bajo rendimiento. Mi padre apeló la decisión ante el director de la escuela y el estudiante fue colocado en clases para superdotados y de honor. Como miembro del consejo escolar, mi padre abogó por la paridad financiera de la escuela Lincoln en el lado oeste, promovió la equidad de los servicios para estudiantes superdotados pertenecientes a minorías y abogó por la implantación de servicios preescolares.
La campanita regalado a mi 'apá después de su tiempo en el Consejo Escolar de Laramie
Cuando papá se retiró del Servicio Postal en 1978, el periódico Laramie Boomerang escribió que "él era el hombre amable que tenía la fila más larga de clientes y se le echaría de menos.” Viajó a Alaska, Puerto Rico, y Europa. En la ciudad hermosa de Toledo, España, compartió una conversación con un desconocido. El español le dijo que mi padre era un hombre de cumbres altos y debía vivir entre las águilas de Toledo y Nuevo México. Papá hizo exactamente eso: pasó el resto de su vida en Nuevo México, donde murió en 1999. Su única petición fue ser enterrado en el Cementerio Nacional de Santa Fe. Allí descansa bajo los cumbres altos de la Sierra Sangre de Cristo.
Recuerdos de la visita de mi padre a Toledo
Por necesidad y deber, los soldados Manitos dejaron su amada tierra natal de Nuevo México para otro estado o país para hacer una vida mejor para sus familias y servir a sus comunidades. Gracias, soldados Manitos, por su servicio. Que la memoria de todos los soldados Manitos - incluyendo a mi 'apá, Juan Sandoval - sea por siempre una bendición.
Mi padre, Juan Sandoval, trabajando en la Oficina Postal después de salir del Ejército.
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